JOSÉ CUETO

El hombre sin retrato


Caminaba por la gran ciudad, abrigado del frío y de las miradas de la abarrotada calle. Una gorra le protegía de la incesante lluvia londinense y la parte inferior de su rostro y el cuello estaban cubiertos por una neck gaiter de color ceniza. Las manos en los bolsillos de su chaqueta le daban un aire despreocupado y juvenil. No solía salir de su casa, pero ya hacía demasiado tiempo desde la última vez. Su cuerpo le pedía pasear bajo las oscuras y esponjosas nubes del Londres matutino. Quería volver a ver las bellezas arquitectónicas que se erguían en la concurrida ciudad, enamorarse de nuevo de sus iglesias y sus torres, de sus palacios y del enorme y grandioso parlamento. La torre de San Esteban, conocida popularmente como el Big Ben, siempre había ejercido un poder extraño sobre él. Se paró a observarla desde el puente.

Sacó su blackberry del bolsillo de sus modernos tejanos medio ajustados, resultado de encomendar a su nuevo sirviente que le comprase algo de ropa para la ocasión. Marcó distraídamente los números y llamó a Clyde, su amigo desde la infancia. Uno de los pocos amigos, por no decir el único. En la sociedad que le rodeaba se llevaba el colegueo y el falso afecto, sobre todo cuando a uno le veían como un personaje rico y manipulable. Además, no soportaba que la gente siempre le recordase su problema, enfermedad, deformidad o como quisiesen llamarlo. Todo eufemismo molestaba de igual manera.

- ¿Just, eres tú?

- Sí, soy yo, Clyde.

- ¡Cuánto tiempo! ¿Estás en Londres?

- Pues sí, por eso te llamo.

- ¡Que agradable sorpresa! ¿Dónde estás?

- Estoy en Westminster, delante del Big Ben.

- No te muevas, te recogeré en un par de minutos, ciao.

- Bye.

Era imposible que Clyde se presentase en un par de minuto; sin embargo, siempre recurría a esa frase. Esperaría en la esquina, observando el tráfico y la gente. Alguna gente se aglutinaba debajo de sus paraguas para cruzar las calles. Un transeúnte chocó con un turista que se detuvo para captar la imagen de la torre del reloj. Era gracioso cómo los turistas trataban de abarcarla con sus cámaras digitales en vertical y retrocedían sin cuidado desembocando en algún golpe accidental.

El tráfico era infernal a esas horas, por lo que dedujo que tardaría un cuarto de hora. Tomó una revista en un puesto cercano y se dispuso a ojearla resguardado en los soportales.

Cuando alzó la mirada de nuevo a la torre un hombre se detuvo a mirarle los ojos debajo de la gorra.

- ¿Qué mira? –espetó molesto el chico.

El hombre desvió la mirada rápidamente y aceleró el paso.

Una limusina se detuvo frente a él.
- Vamos, Just, sube, –le gritó desde la ventanilla bajada Clyde.

El chófer abrió la puerta rápidamente y el chico entró de un salto. Caía un buen chaparrón.

- Por Dios, Justin, estás empapado. ¡Mira qué pintas! –Le abrazó igualmente y le dio un beso cerca de la oreja. ¿Qué tal por Amsterdam? Noches locas, ¿verdad? Mi primo estaba por allí, debí darle tu número para que os vieseis.

- No había necesidad, era una retirada. Necesitaba estar a mi bola.

- ¿A tu bola? ¡Menuda expresión! Somos jóvenes, ¿quién necesita estar a su bola? Te pierdes a ti mismo. Tu sino es zambullirte entre los demás, ya tendrás tiempo de agotarte y exiliarte.

- Tú siempre con tus ideas. Deberías aceptar que los demás a veces somos un poco… diferentes.

- Pamplinas, Just. ¿Te apetece un brandy? ¿una copa de algo?

- No, gracias. Es demasiado pronto.

- Pronto es una cosa relativa. Ayer, si es que lo puedo llamar así, me levanté a las diez de la noche. Por mí podríamos llamarlo soir.

- Convencionalismos, Clyde.

- Te echaba de menos. Vayamos a almorzar. Luego tendrás que perdonarme una siesta.

- ¿Podríamos pasar primero por Saint Paul? Hace mucho que no la veo.

- Tú y tus caprichos.

- Qui sommes-nous sans caprices?

- Cierto, muy cierto. Estar contigo es como viajar a otra época. Si fueses cualquier otro, el tema sería el fútbol o algún ligue, quizá los periplos de la política o alguna fiesta. Contigo es diferente, es como si te hubiesen atrapado en el siglo pasado o el anterior, cuando llevaban puestos carmagnoles, sans-culotte, escarapelas…

- No estoy anticuado, leo demasiado y salgo muy poco.

- Llámalo como quieras. Ya estamos llegando. ¿Luego te parece si vamos al 1880 at the Bentley Kempinski?

- Donde tú quieras.

- Excelente, quiero llevarte a algún sitio bueno.

- Ya estamos aquí.

El chófer abrió la puerta metódicamente y salieron para contemplar la plaza y la iglesia de San Pablo. Justin maravillado se encaminó a la entrada.

- Les diré que nos dejen entrar, que tú vas un poco desaliñado. Necesitas adecentarte un poco. Rupert, búsquele algo más apropiado para el almuerzo a mi amigo Justin y déjeselo en el asiento. Volveremos en unos minutos.

Entraron en la catedral sin problemas en cuanto Clyde despegó sus peligrosos labios, era un hombre de labia antes que el hijo de un hombre de poder.

Justin observó de nuevo la cúpula, los mosaicos, los cuadros, y entre todos ellos la obra de Holmant Hunt, “La luz del mundo”. Era un regalo para la vista.

- Aprecias demasiado el viejo arte, Just. Deberías dedicarte al arte social, a la extravagancia del arte contemporáneo.

- Vamos, el arte contemporáneo son sólo chirridos para mí. Esto es belleza, emociones sencillas y divinas. Ahora se buscan originalidades donde no las hay. Quieren algo nuevo. Yo soy lo suficientemente ignorante para disfrutar de estas viejas reliquias y no pedir más.

- Vamos, quítate la gorra y esa vulgar braga que llevas al cuello, nos miran con malos ojos.

- ¿No te gusta llamar la atención? Me siento más cómodo así.

- No es de mi estilo llamar la atención. Y sigo viendo absurda tu incapacidad de mostrarte como eres.

- ¿Por qué será que eres la única persona a la que le permito tales comentarios insensatos e hirientes?

- Vámonos, ya es hora de almorzar. Tengo un hambre terrible, no me apetece seguir viendo Cristos y criptas. –Dijo Clyde mostrando su cara más aburrida.

- Está bien, Clyde.

El chófer les esperaba. Parecía que había dejado de llover por unos instantes.

- El tiempo cambia, buena señal, hoy el clima está tan loco como nosotros.

Justin no pudo evitar sonreír. Cuando entró en la limusina le esperaba un traje inmaculado y de corte espectacular.

- Póntelo, no te quedes mirándolo groseramente. Es un regalo.

Agradeció que tuviese a juego un sombrero, aunque dentro del establecimiento de poco le serviría…



Nada más entrar fueron atendidos elegantemente por el recepcionista. Conocían a Clyde y les administraron la mejor mesa y el mejor vino, antes de que parpadeasen. La carta era extensa y agotadora. Justin estaba acostumbrado a no elegir comidas, apenas sabía lo que era un foie gras. El francés tampoco era su fuerte.

- Quítate el sombrero. No seas maleducado. –Saltó Clyde para romper la concentración del chico en sus pensamientos ajenos a aquella carta de platos.

Justin lo miró. En sus ojos había una especie de terror, de pánico escénico. Todo el mundo miraba a los elegantes señoritos sentados en la mesa para reservas importantes. Se olía la envidia de los presentes ante el trato de extremo mimo de los camareros.

Sólo rozar el sombrero le dio una mala impresión, pero debía hacerlo. Antes de arrepentirse y salir corriendo como un animal asustado, tiró de él rápidamente y se lo entregó al anfitrión que no se atrevió ni a mirar un segundo. Aquello era de lo más incómodo, incluso traumático.

- ¿Qué deseas? –Preguntó Clyde despreocupadamente mientras todos en la sala canalizaban sus miradas hacia Justin.

- No lo sé, Clyde. Pide lo que te apetezca a ti, recomiéndame algo. Que sea sorpresa, voy al baño un momento.

- Está bien. –Su mirada y sonrisa aprobaba su manera de escurrir el bulto.

- Por aquí, señor. – Le indicaron.

Una vez en el baño se miró el rostro. No pudo evitar cerrar fuertemente los ojos al primer segundo. Trataba de imaginarse cómo sería su verdadero rostro y apretó los ojos miedosos. Los abrió de nuevo y vio de nuevo aquella horrible máscara. La máscara que llevaba desde hacía ya tantos años. Resaltaba los rasgos de su cara, sus labios que se movían cual verdaderos, la forma casi triste de sus cejas.

Sólo quedaba el brillo de sus ojos… Esa era su única parte de la cara, la única que le pertenecía por genética, la parte que no era una estúpida y terrible prótesis odiosa y extraña. El pelo le caía por la frente. Su pelo hermoso y castaño oscuro. Le gustaba su pelo e intentaba que eso le distrajese del penoso resto.

Se lavó las manos y, en un arrebato de autoestima, se dirigió de nuevo a la mesa, centro de todas las perspectivas petulantes y altaneras de la ciudad. Eliminando su vergüenza, se movió estilosamente hasta ella y se sentó.

- Ya he pedido. –Dijo Clyde observando curiosamente a su amigo. –Ahora quiero que me cuentes cosas sobre ti. –Apoyó sus brazos cruzados sobre la mesa, mientras Justin colocaba su servilleta y probaba el vino.

El tema fue corto, pues no tardo en tomar la palabra el incansable Clyde con sus filosóficas divagaciones, llenas de argumentos medio verdaderos, medio contradictorios. Y, oh, cuando salió el tema de las mujeres… Se notó como se hinchaba de razón al opinar sobre el feminismo y sus maneras. Disfrutaba. Disfrutaba, al igual que Justin, de sus extensas conversaciones y críticas que caían inexorablemente sobre todo y todos.

Después de que Clyde acabase su puro llegó el momento de terminar el encuentro.

- Bueno, mi querido Justin. ¿Te veré después? Podríamos hacer algo más atrevido que dejarte ver por un restaurante. ¿Qué te parece?

- Sabes que no puedo. Aún así, quizá en un arrebato te llame. Pero no esperes por mí. Haz tus planes.

- Igualmente, me alegro mucho de verte y espero que me llames después o en cualquier momento. – Se despidió levantándose para darle un afectivo abrazo. –Adiós, mon ami.

- Adiós, Clyde.

De camino a casa, el clima fue mucho mejor, incluso salieron unos tímidos rayos de sol.

En la calle había un hombre pintando caricaturas y una pareja posando para él. Parecían felices haciéndose de reír mientras el dibujante les rogaba que se mantuviesen un poco quietos.

Justin los miraba corroído por la envidia, por su imposibilidad de hacer algo tan corriente como eso. Se quedó contemplándolos rodeado por su propia rabia hasta que el dibujo fue completado. Después de pagar al alegre hombre de rasgos asiáticos, la pareja se marchó riéndose de las graciosas caras plasmadas en el papel.

El dibujante se quedó solo a la espera de un nuevo cliente.

En el instante en que se detuvo con sus ojos sobre Justin, éste reaccionó. Se cargó de la rabia contenida y aunó fuerzas para enfrentarse a aquella absurda escena. Se quitó el sombrero, dejó la bolsa con la ropa que se había cambiado en la limusina y le dijo al hombre que le hiciese una caricatura. Antes de que abriese la boca le dijo: “sí, con la máscara”; sin más.

El semblante del asiático se mostraba distante y dibujaba con dificultad. Sin saber cómo, empatizaba con aquel chico y sentía ese símbolo de desdicha y tristeza, mientras arrastraba el carboncillo. Retrató su máscara en el papel tratando de hacer algo divertido. La gente se paró a observarles. Si no llevase la máscara se hubiesen notado las gotas de sudor que recorrían la piel.

Cuando hubo terminado, la gente se dispersó con cara extrañada y el hombre le entregó la caricatura enrollada y con cara triste le dijo:

- Lo siento.

Justin no podía mirar aquel dibujo. Quería llorar, no se sentía capaz de desenrollar aquel lienzo. Le ofreció un billete de cien dólares, pero el hombre negó con la cabeza y apartó lentamente su mano con el dinero.

El chico no pudo contenerse y descargó todo su cabreo y su odio con una patada en la cara del pobre dibujante. Este cayó de la pequeña silla en la que estaba sentado. Otro hombre se acercó increpando a Justin, cuando el dibujante le detuvo y le dijo que le dejase marchar.

Y se marchó a paso rápido. Contuvo la cólera y las lágrimas, envolvió todo su dolor en un ovillo en su pecho y se dirigió a su casa.



Allí le esperaban su familia y los criados.

- ¿De dónde vienes? –Saltó su madre indignada. Él no reaccionó y se encaminó por el vestíbulo hacia las escaleras.- ¿A dónde vas? ¿Cómo ha salido? ¡¿Quién le ha dejado salir?! –Gritaba su madre mientras se alejaba.

- Lila, déjalo estar. –Contestó su padre que ojeaba un libro a su lado.

- No, no lo dejo estar, Paul. No debe salir de esta casa, no debe salir sin permiso. Este hijo es una vergüenza. –Seguía chillando sin respeto.

- Cálmate. Ordena que lo encierren con llave, pero cálmate.

- ¿De dónde ha sacado el traje?

El resto de la casa estaba en sepulcral silencio. Los criados temerosos inclinaron aún más las cabezas hacia suelo. Mistress Lila era una mujer implacable. La malicia resplandecía en sus ojos. Hasta su marido, Paul, la temía.

Justin ya estaba lejos de los gritos. Su madre le odiaba y eso enardecía más su agobio interno. Necesitaba escapar, necesitaba salir de aquel infierno. Abrió el cajón de la mesita y se metió dos píldoras en la boca, sin agua. Se arrancó el traje y se acostó en la cama. Desesperanzado se dio al efecto de las pastillas…



De pronto un grito por la ventana le despertó y saltó de la cama. Era de noche.

Salió por la ventana y descendió hacia abajo hasta encontrar el suelo. Corrió al lugar del que procedían los gritos. Eran un par de chicas que forcejeaban con unos hombres por sus bolsos. Triste pero cierto. Aún sucedían aquel tipo de situaciones que uno estaba harto de ver en las noticias y series de televisión.

Uno de los hombres, borracho perdido, sacó una navaja suiza. Un buen ejemplar que puso a las víctimas aún más histéricas, obteniendo el gesto deseado: que soltasen sus bolsos de inmediato. Justin contemplaba la escena incrédulo. ¿Cómo podía estar pasando algo así? ¿Estaba soñando?

De repente, se vio odiando a esos chulos matones que representaban el papel de lo que le resultaba más asqueroso y rastrero de la sociedad. No podía dejar de despreciar aquellas caras que miraban a las jovencitas con tanto descaro y seguridad en sí mismos.

Hoy en día el mundo estaba loco, cualquier tonto podía hacer el mal. Y el desdén de los demás… No soportaba que nadie se hubiese detenido a ayudarlas, que aquellos imbéciles se saliesen con la suya, sin más. La gente de estos días es un burdo alarde de modernismo sin sentimientos ni ganas de ayudar, ni siquiera a ellos mismos. Han perdido los instintos, los valores morales, la educación y el afán de proteger al débil.

Entonces Justin advirtió:

- Dejadlas.

- ¿Quién anda ahí? – preguntó nervioso uno de los atracadores.

- Dejen los bolsos en el suelo.

Uno de ellos le miraba con miedo en los ojos. La calle estaba bastante oscura, y la máscara le daba un aspecto mortecino y amenazador. De nuevo se sintió dentro de una estúpida película.

- ¿Quién es? ¿Por qué no se mete en sus asuntos? – inquirió el borracho luciendo su amenazadora joya.

- No importa quién soy. No voy a dejar que roben o hieran a estas pobres muchachas.

Cuando su cuerpo alcanzó la luz, los hombres se pusieron muy nerviosos. Las chiquillas trataron de salir corriendo, pero uno de los ladrones sacó una pistola y las detuvo.

- ¡Todo el mundo totalmente quieto! Vosotros, sacar las carteras y todo lo de valor de los malditos bolsos. ¡Tú, quietecito o las mato!

Justin saltó y desapareció de la zona iluminada. Los nervios de aquellos hombres ahora estaban a flor de piel.

- Vamos, vamos. Rápido, no os quedéis parados. – Continuó con la pistola en alto.

Acto seguido, de la nada apareció Justin lanzándose sobre el tío de la pistola. Lo desarmó con una rápida luxación de brazo y lo proyecto con una potente llave agarrando su cabeza entre los tobillos. Se movía como poseído por un animal extraño. Su aspecto junto con la máscara ejercían auténtico terror. Las chicas gritaban.

Para los hombres fue como si algo salvaje y letal los atacase. Un bicho de picadura mortal que los arrojaría a la inconsciencia y les abandonaría en el oscuro callejón donde ellos se creyeron que serían los vencedores. Las muchachas no se atrevían a mover un dedo, como si aquella criatura fuese a atacarlas también.

Cuando hubo terminado con aquella banda de ladronzuelos, el enmascarado les ofreció sus bolsos. Ellas tenían los ojos cubiertos de lágrimas, el maquillaje desbaratado por sus redondas mejillas. Parecían sacadas de una pesadilla.

- Son vuestros. Cogedlos.

Esta vez la voz de Justin sonó amable y extrañamente cálida. Las chicas se sorprendieron y miraron al chico que se alzaba frente a ellas. Su pelo brillante y moreno enmarcaba la máscara blanca y triste. De cuello para abajo era un hombre atlético. Unas vendas recorrían su fisonomía, dejando entrever sus músculos repletos de una especie de cicatrices. De pronto, aquel hombre les resultó atractivo, heroico. Su cuerpo sugerente y ajustado en aquellos extraños vendajes hizo que se olvidasen del terrible suceso anterior.

Justin se quedó esperando, viendo cómo le analizaban cada centímetro de su ser. Entonces se dio cuenta de que su cuerpo apenas estaba cubierto por aquel estúpido vendaje, fruto de una operación reciente. Cuando se dio cuenta de que todo se marcaba demasiado, les arrojó los bolsos y desapareció.



De nuevo en su habitación, se miró en el espejo. Aquellas mujeres le habían mirado extrañamente, casi con deseo. Su cuerpo se excitó ante la perspectiva de aquellas señoritas rescatadas y dispuestas a agradecerle. Su pervertida imaginación dio rienda suelta al galope del calor sensual. Su ánimo creció y se alteró hasta que se vio marcando de nuevo el número de Clyde.

- Por Dios santo, Justin ¿Estás enfermo? – Ironizó las palabras para deleite de su interlocutor.

- Sí, lo sabes bien. Quiero salir, ¿dónde estás, puedes quedar?

- Ya estoy en el club de siempre. ¿Vienes?

- En un par de minutos. – Le imitó burlonamente.

- Te sorprenderás.

Colgaron casi a la vez. Justin abrió el armario y buscó algo decente para aquella noche. Tenía poca cosa, así que se decidió rápidamente por una americana muy elegante conjuntada con unos pantalones y una camisa informales, perfectos para la ocasión. En cuanto se duchó, vistió y calzó las botas de marca, se miró al espejo. Aquella noche, sin saber cómo, había pasado de la autocompasión al caos sexual. Se arrojó la colonia más cara y se impregnó del olor que tanto le gustaba. En pocos instantes ya se dirigía en un taxi hacia el club.

Su entrada cual actor hollywoodiense no dejó indiferente a ninguno de los que allí se encontraban. ¿Quién era aquel joven con tan buen corte y esa máscara que le daba un aire extraordinariamente misterioso?

- Al fin estás aquí, mon ami.

- ¿He tardado mucho?

- ¡No, qué va! Aún estaba discutiendo con mi amigo Daniel la fiesta que nos queda por delante. ¿Qué prefieres algo tranquilo, algo disco o…?

- Algo salvaje.

Los amigos de Clyde hicieron un grito de guerra al que Justin se unió. Todos los del establecimiento se giraron para ver lo que pasaba. Pronto comprendieron que los jóvenes proclamaban que la noche era suya. “Qué Dios nos asista” casi se oían los pensamientos de los más mayores. Un grupo de chicas apareció detrás de las grandes cortinas rojas que se hallaban al final del club. Con una sonrisa se dirigieron a los chicos que se levantaban para recibirlas.

- Las chicas han oído la llamada. Prepárate, lord Belacqua. Acabas de arrojarnos a los leones. ¿Quién quiere ver el circo cuando puede ser partícipe de él? ¡Por la evolución de la diversión! ¡Estamos abocados al desastre! Bébete esto, te va a gustar.

Clyde estaba eufórico y gritaba a los cuatro vientos poseído por el espíritu de la noche. Le dejó en la mano su propia copa con un cóctel anaranjado. Justin apuró de un trago lo que quedaba. Estaba en plena explosión y quería apagar su sed. El cuerpo reaccionó al alcohol nada más pasar por su lengua. Rascaba tremendamente, pero le gustó la sensación y el sabor.

Clyde agarró a Justin por el hombro dándole unas palmaditas después de ver como se tragaba uno de los cócteles más fuertes que tomaba.

- Ven, te presentaré. ¡Atentas, chicas, a nuestro hombre enmascarado, su nombre es Justin y hoy viene a romper!

- Mm, Justin, eh. Me gusta. –La chica que hablaba dirigió su mirada a otra de ellas.

- Ella es algo así como la abeja reina, suena petulante, pero es una gran mujer. – susurró al oído de Justin, Clyde.

- No sabía que perdurasen esas estúpidas tradiciones.

- Es sólo una pose. Las chicas son especiales a su manera, tú ya me entiendes.

- Ven, Sheyla, conoce a nuestro nuevo amigo. – volvió a hablar la espectacular mujer cual zarina señalando con su cetro de poder. Era una mujer de curvas impresionantes y realmente guapa. Sin embargo, no era su tipo.

- Ella también es nueva. Trátala bien. – Volvió a murmurar a su oído un Clyde abrumadoramente divertido.

- Una ronda – gritó uno de los chicos a su espalda y los camareros se pusieron en movimiento.

Varias bandejas recorrieron entre ellos con bebidas de distintos colores. Torres de licores volaban entre los salvajes en celebración.

Sheyla hablaba con Justin mientras éste seguía con la mirada a la reina, la cual hablaba ahora con otra chica. Justin contestó sin prestar mucha atención a Sheyla que se sentía irrespetuosamente ignorada, por lo que le pellizcó en el brazo y se marchó molesta. Pobre criatura. Justin ya tenía a su presa. Aquella chica que hablaba con la reine, aquella de pelo castaño con vertiginosos tacones. El vestido y la elegancia de su pose lo embrujó al momento y cuando sus ojos se cruzaron un instante, supo que iría a matar.

Tenía que ser ella.

Clyde se había alejado un momento, así que siguió sus instintos y se lanzó sin pensárselo dos veces. Aquella noche se sentía invencible, fuera de sí. Quizá nunca hubiese hecho eso, quizá ése ni siquiera era él.

- Hola, soy Justin.

- Lo sé, acaban de presentarte. –Contestó al saludo con un deje de desinterés que lo enloqueció aún más.

- Sí, como si fuese un novato. – Rió él. –Casi consiguen sacarme los colores. – La chica sonrió comprendiendo el chiste enmascarado.

- Nadie saca colores de esa máscara, ¿eh? ¿Qué escondes?

- Es un secreto. – Susurró peligrosamente cerca de ella. – quizá si te tomas una torre conmigo…

- Hey, Judith, ¿qué haces con el nuevo? – La reina se había dado la vuelta para ejercer de abejorro madre.

- Es Justin, un hombre peligroso. – Respondió con sarcasmo y moviendo la ceja izquierda sugerentemente.

- ¿Peligroso? ¿De dónde eres, chico?

- Vengo del infierno, soy un íncubo descontrolado. –Respondió él posando un beso sobre la mano de la recién conocida Judith.

- Sí que eres peligroso. – Se rió.

- ¿Y dónde está tu novio? –Preguntó con sorna queen bee pidiendo a gritos ser derrocada, según pensó Justin.

Ambos la miraron con gesto de desagrado. Esto la espantó divertida hacia otra víctima.

- Qué coincidencia que nuestros nombres sean tan parecidos. –Dijo ella obviando la frase de su amiga con una enorme y hechizante sonrisa.

- Parecen estrecharse como almas gemelas.

- Oh, un poeta. Lo siento, pero no eres mi tipo.

Justin sonrió también aceptando la ironía como algo inherente a aquella chica que le electrizaba. Llamó a uno de aquellos camareros con una de aquellas torres de licor y se la ofreció a Judith que alucinaba con la elocuencia del chico.

- Vamos, brindemos por nosotros.

El camarero les sujetó y fue quitando los pisos de la torre mientras bebían. De pronto algo viscoso apareció.

- ¡Hey, chicas, chicos, les ha tocado el gusano!

Todos gritaron como locos. Justin se quedó de piedra. Luego se acercó a la oreja de Judith.

- ¿Qué diantres es eso? – Ella se rió y contestó:

- Nada bueno.



Ya eran altas horas de la madrugada cuando llegaron a la puerta de la casa de Judith después de una fiesta colosal. Había sido una noche alegre y larga, pero estaba apunto de terminarse. Estaban ellos dos solos. Divertidos, relajados, cómodos el uno con el otro.

Se miraron durante unos largos segundos. Allí estaban como dos pasmarotes analizándose y, sin saberlo, queriéndose. Y entonces Judith rompió el silencio:

- Quiero verte la cara.

De pronto volvió a ser él mismo. Toda su seguridad desapareció en un momento. Su arrojo, la actitud chulesca y despreocupada que le había asaltado aquella noche. Como si hubieran accionado un resorte, Justin se desinfló, roto; roto su hechizo.

Se sintió como si su personalidad hubiese sido invadida. Invadida cual zombie en una red de mentes interminable. ¿Qué pasaba con él?

Y se dio cuenta de que aquello había sido una máscara más, porque durante toda su vida había sido tan educado, tan vacío, tan conformista, que acabó no siendo; y ahora, era usurpado por cientos de yos distintos, personalidades cambiantes a merced de alguna voluntad subconsciente. Aquello lo abrumó fuertemente. Pensaba en ello fatigándose hasta el punto de que le costaba respirar.

Se sintió desamparado. No obstante, en ese momento de decaimiento, sintió el tacto de aquella cálida mano en su barbilla. Alzó los ojos hacia ella y la energía relampagueante volvió. Las fuerzas retornaron para embriagarle de aquella despreocupación y autoestima sin límites. Era un huérfano en la danza, sí, pero en la danza donde había encontrado a su hime. Ella le miraba con ojos atentos.

- No quiero que la veas.

- Déjate de misterios. ¿Siempre llevas esa máscara?

- Desde antes de lo que pueda recordar.

- ¿Qué es lo que te ocurrió? ¿Qué le pasa a tu rostro?

- No es sólo mi cara. Fue un accidente. No quiero hablar de ello… – Recordó el desprecio de su madre y los momentos más difíciles de su vida pasaron por su cabeza en un santiamén. El alcohol tuvo su efecto oportuno de tornar toda su alegría en un fuerte bajón de nuevo.

- Quiero verlo. –Susurró dulcemente ella, no quería hacerle daño.

- No te gustaría.

- Me da igual.

Nuevas miradas. Analizaba a aquella chica y se maravillaba de su interés.

- Nadie me había pedido esto con tanto ahínco. Hasta Clyde titubea cuando me pide que muestre mi máscara.

- No les hagas caso, eres hermoso. Me gustas. Sé que me gustarás. Lo presiento. No me importa que tu cara no sea como la del resto. Me gusta que seas diferente. No sé si lo estaré empeorando… -Sonrió con sinceridad, arrebatadoramente.

No sabía si tomar el cumplido o tomárselo como algún tipo de ofensa que podría leerse entre líneas.

Entonces ella tomó su cara entre sus manos. Acarició su máscara y apartó algún mechón rebelde de pelo para agarrarla por los bordes. Poco a poco fue despegándola. El corazón de ambos latía fervientemente.

Empezaron a asomar la piel de sus sienes y parte de su frente. Después llegaron las mejillas, las cejas. Sus labios asomaron perfectamente rosados y carnosos. Judith no frenó el impulso de besarlos, algo que llevaba evitando toda la noche. Y, sin previo aviso, Justin se arrancó el resto de la máscara de su cara. Se separaron y se miraron, como en un ritual. Justin, preso del nerviosismo, trataba de verse reflejado en los ojos de ella. Su miraba se desvió frenéticamente de un iris a otro, de un iris a otro.

La expresión de ella era indescifrable.

- ¿Y bien? ¿Qué es lo que ves? ¿Es lo que esperabas? –Inquirió muerto de impaciencia.

- No. Quiero decir, no es lo que me esperaba…

- Pero no tienes miedo, ni cara de asco. Eso es buena señal. –Saltó él, interrumpiendo, esperando que aquello no fuese el fin…

- Tiemblas muchísimo. ¿Cuánto hace que no te miras a un espejo?

- Sin máscara, muchos años... –Bajó la mirada.

- Eres el hombre más guapo que jamás haya visto. Eres como Dorian Gray.

Por un momento, todos sus miedos se esfumaron y le embargó una felicidad insuperable. Se aferró a su alma gemela esperando que ese momento durase para siempre.



Jose Cueto

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