Jesús Salgado Romera

El viaje en tren, desde Madrid, ha sido un preludio de la tierra que me espera: Seca, áspera, rocosa, apenas dotada de una vegetación de matorral que subsiste al verano.
El calor del vagón se combate con la bota de vino que generosamente ofrecen uno y otro de mis vecinos, antes de beber ellos, mirando con ojos suspicaces la largura del chorro que refresca el gaznate ajeno. Las gallinas cloquean en sus jaulas, y a lo largo del pasillo hay diseminadas cestas de hortalizas y víveres. Me rodean gentes humildes, con sus boinas y chaquetas ajadas y perdida la color original, quedando un tono gris monocorde que se unifica al ambiente.

Algún collado, alguna sierra, el cauce seco de algún regato y sus márgenes bordeadas de un verde parduzco…y después…kilómetros de tierra yerma, grandes piedras y hierba amarilla, el triunfo de la naturaleza agreste.
De vez en cuando aparecen pequeños pueblos que testimonian, con la torre de su iglesia y las casas circundantes, con las tierras peinadas en diferentes posturas, que en este páramo hay vestigios de vida humana.
Mis compañeros de viaje miran disimuladamente la libreta donde tomo estas notas; el pudor de la educación, que les impide preguntar, demuestra su respeto.
Las siete y media de la tarde. Estación de los Pajarillos. La gran locomotora de carbón para entre chirridos de las ruedas en el carril y los chorros de presión de su vapor. El jefe de estación, firme, uniformado y uniformante, observa el descenso de viajeros y mercancías; dos carretilleros acuden a bajar baúles y maletas del vagón de equipajes.
Desciendo en penúltimo lugar, ayudando a bajar a una anciana rolliza que con sus faldas apenas vislumbra los tres peldaños de hierro que nos separan del andén.
La estación, con el alto techo de su zaguán, guarda un relativo frescor que se agradece. Al otro lado, unos pocos coches de caballos se ofrecen al transporte: “Mire usted que está lejos” insiste un cochero delgado y seco, imperturbable, dejándome a mi destino.
-No importa, iré andando- contesto escueto, pensando en estirar las piernas mientras tomo el tiento a esta ciudad tan diferente a lo que ya conozco.
Mi exilio, mi destierro. Castilla pura. Lugar donde espero alcanzar la esencia de mi alma de poeta.
¿Soy docente? -Me pregunto mientras el polvo del camino cambia de sitio al ser pisado-. Puedo serlo, mas no vocacional; es mi tarjeta de presentación social.
Mi vida es contemplativa. Observar, asimilar, exponer. Captar la esencia que contiene un paisaje o el sonido de la risa de una moza a la que la vida aún no le ha puesto su peor cara; transmitir esa música en palabras: adagios, allegros, mazurcas…puestas sobre un folio, con la métrica de la poesía.
El folclore al que mi padre dedicó su vida, puesto en papel y tinta.
Pesa la maleta: mitad libros y mitad ropa. Escueto equipaje para quien pretende ubicarse. Madre enviará el baúl, ya preparado, a una indicación mía.
Es largo el camino. Dura cuesta que serpentea en el horizonte para tomar otra cuesta más.
A la entrada de la ciudad, alquerías humildes, con tapias de huertas hechas de piedra. Las casas, de adobe cubierto de yeso amarillento, me traen a la memoria, por oposición, las casas andaluzas, de blanco deslumbrante que reflejan su fácil alegría hiriendo la pupila.
Mientras acudo a la fonda donde espero refugio para esta noche me pregunto: ¿Soy poeta?
-Sí,–contesta una voz interior-. Captas la sabiduría de un rostro arrugado por el sol, la memoria de una piedra en el camino, la esencia de un pueblo en el juego de rayuela de unas niñas; y sientes la necesidad de envolverlo y transmitirlo con la música de las palabras: la poesía, partitura de frases acordadas al compás….
Sí, soy poeta, y es por esto que después de conocer las diferentes vorágines de Sevilla, Madrid y París, siento que mi alma necesita el reposo que transmiten esta tierra y estas gentes; y así demando a este frío proverbial, que induce a la introspección, para poder escuchar las ideas que surgen desde el cerebro y caen en el corazón, convirtiéndose, tras alquímico proceso, en tinta que rasga la blancura de los folios.
Soria: Mi destino y el tuyo están ligados, lo intuyo.
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