Jesús Salgado Romera

Los ojos de Leonor
Niña hermosa,
en la casa de hospedaje de tu madre
conocí la presteza de tus manos
y tu figura breve,
apenas esbozada.
Tu respeto a mi obra,
a mis escritos,
mimando a este huésped
que se priva de cenar
por escribir.

Acudías a escondidas
con una cena fría
que sirve de sustento.
Tímida, interrogando:
¿Qué escribe usted, Don Antonio?
De pie, asintiendo,
los párpados entrecerrados;
como quien en domingo
junto al Árbol de la Música
escucha y se deleita.
Vibrando con mi poesía,
¡Cuán gran honor
ante tan silente oyente!
-Siéntate -dije el primer día.
-“No podría, Don Antonio”.
-No me trates de usted, niña.
-Niña no, entiendo tu cantar.
-¿Qué has escrito hoy, Antonio?
Suave el tono, ligero anhelo.
-Hoy nada escribo, asimilo,
mi paseo hasta Cidones.
-¿Qué has visto mientras?
-El álamo en el camino,
los nombres de dos amantes
en su tronco;
la cerrada curva que,
cual página de libro,
impide ver la ermita hasta pasada.
Así, poco a poco,
el eco de tu voz
se hizo insustituible,
e intuí que mi poesía
discurría por y para ti.
Negros ojos
a la altura de los míos,
cuando por fin consentiste
tomar asiento a mi vera.
Mirada que transmite
inocente sabiduría,
en ella está reflejado
aquello que siento y soy.
Ojos amantes
de los que ya no puedo
ni quiero prescindir,
espejo de mi alma.
Llama que enciende
la hoguera de mi pasión;
mi poesía podrá
seguir glosando
campos de Castilla,
mas mi corazón
canta sólo para vos.
Qué no daría yo
para que siempre
el brillo de tus ojos
me ilumine, vida mía.
Mas si el tiempo
sólo existe en presente,
permanecer quiero
en tu mirada insondable,
sintiendo que
la poesía es el mar,
tus ojos, mi canoa,
y este humilde servidor,
vuestro remero.

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