JESÚS SALGADO ROMERA


C O N T E M P O R A N E I D A D

El jueves, media hora antes del cierre, acudí a las vetustas oficinas del periódico local con intención de poner un anuncio por palabras. La pesada puerta de barrotes metálicos, con su ujier recepcionista en el vestíbulo, el suelo marmóreo de baldosas negras y blancas en diagonal, los mostradores de madera cuidada por los años, el cajetín para extraer el papel adecuado al anuncio a insertar con sus bolígrafos unidos al pupitre por una cadenita, los indicadores de bronce que marcaban los espacios, y las vidrieras que dejaban pasar la luz natural, sumergían al peticionario en una atmósfera cien años anterior. La abúlica, pero a la vez respetable faz de sus dos administrativos –hombre y mujer, cincuenta años pasados, vestimenta al uso, conjunto de falda y chaqueta de punto con collar de perlas ella, traje y corbata él-, conseguían minimizar la informatización llegada desde dos terminales de ordenador tan clásicos como todo.

Mi anuncio estaba claramente expuesto en un folio que, como borrador, traía desde casa. Después de transcribirlo al papel correspondiente a la entidad, pasé a formar parte de la escasa cola, tres personas, que insertaban su demanda. Al llegar mi turno, la empleada contestó inaudiblemente a mi saludo, cogió mi papel, y dejando resbalar las gafas por su nariz, alzó la cabeza leyendo el escrito con la distancia correspondiente a su presbicia. A continuación comenzó a teclear eficiente, observando ora mi manuscrito, ora su pantalla. La impresora extrajo tres papeles de colores azul, rosa y amarillo, dándome el último con la petición de que comprobara si todo era correcto. Contesté afirmando más con el gesto que con la palabra, y pasó a enumerar la cantidad a pagar, a lo que correspondí con un billete sacado ágilmente de la billetera que ya tenía preparada en la mano. Unas pocas monedas, vertidas a la distancia calculada para que sus dedos evitaran el contacto con mi palma, fue, junto con unas buenas tardes, apenas masculladas por ambas partes, el final de nuestra comunicación.
Salí a la calle, y dejándome bañar por la luz del ocaso de septiembre, releí la información que saldría publicada al día siguiente: “Particular, alquilo piso amueblado, cuatro habitaciones, sexto con ascensor, seiscientos cincuenta euros mes, comunidad incluida”. Satisfecho, doblé el papel amarillo en el bolsillo de mi chaqueta y regresé a casa imaginando las posibles respuestas a las lógicas preguntas al uso: ¿Es interior? ¿El salón, es grande? ¿No tendrá goteras, verdad?

Debo explicar que la vivienda está situada en un barrio extremo de la ciudad. El bloque de seis pisos es el más alto de la zona, rodeado de casitas bajas hoy en día ocupadas por gente de baja extracción social. Apenas hay algunas tiendas de comestibles, pequeñas y humildes, y unos cuantos bares. Hace cuarenta y cinco años, un visionario constructor creyó que la ciudad continuaría expandiéndose en esta zona, por lo que hizo un edificio señorial, que hoy en día mantiene su estilo en medio de viviendas de clase media baja, pues los planes urbanísticos crearon polígonos de desarrollo al oeste de la ciudad, en detrimento de esta zona, y en los solares circundantes acabaron construyendo bloques de tres plantas sin ascensor, adyacentes a las casitas bajas que siempre hubo. Es por esto que se conoce con el nombre de “La torre” al inmueble, que destaca como referencia al otear la ciudad desde las lomas.

El piso, que me llegó por herencia de una hermana de mi padre que murió sin descendencia, cuenta con un vestíbulo con armarios empotrados, un salón inmenso, cocina con despensa y amplio espacio para comer, un gran cuarto de baño, un aseo, tres dormitorios dobles y el dormitorio principal, con vestidor. Es, por una parte, un inmueble hermoso e inmenso; de otra manera está situado en una zona depauperada, que hasta carece de garajes cercanos, no habiendo tampoco en la propia finca. Por todo esto me es difícil encontrar inquilinos adecuados, pues a quien le gusta el piso no le gusta la zona, y a los que pretenden alquilar por esta zona no les gusta el precio.

No esperaba demasiadas llamadas. A las nueve y media reservé con la primera pareja, Eduardo y Liliana. Pasaron la primera prueba. Ya tengo experiencia en filtrar llamadas, haciendo preguntas directas que eliminen visitas inútiles, tales como para cuantas personas es, si tienen contrato de trabajo, etc. Minutos más tarde llamó otra persona, una voz de mujer madura que me dio buena sensación. Reservó visita para las nueve, pues quería verlo antes de ir a trabajar. Me gustó su concisión y objetividad, y pensé que podía ser la inquilina perfecta. Hay cosas que se intuyen.

Cristina, la visita de las nueve, correspondía al prototipo que me había hecho de su voz. Mujer de cuarenta años, divorciada, sin hijos, propietaria de una boutique de ropa, elegante, segura, clara, quería el piso porque, aunque estaba al otro lado del río, podía llegar andando a su trabajo en quince minutos, o tomar un autobús. Su objetivo era minimizar gastos para poder comprar el local de su negocio, o buscar un local céntrico propio para instalarse, en un plazo de cinco años. Embarcarse en la compra de un piso le limitaba esa opción. Me convenció como posible inquilina, a ella le gustó la casa, a la que no prestó excesiva atención ni puso inconvenientes, pues pasaba el día en el negocio, regresando para dormir. Sí que le sorprendió por lo grande, y me preguntó cómo es que fijaba ese precio, a lo que yo le contesté que por la zona en la que estaba. Ligeramente perpleja, y mientras pasábamos de una habitación a otra, continuó contándome que los fines de semana solía marchar al pueblo para estar con sus padres, ya mayores. Quedamos en que, por preservar el orden de llamada, aún debía recibir a la pareja que había llamado antes que ella, pero que al mediodía le llamaría para dar el resultado de mi decisión, dejándole entrever que la balanza estaba prácticamente inclinada a su favor.

Abrí la puerta a la segunda cita, la pareja. Un chico de unos treinta y cinco años, estatura media, pelo lacio medio canoso cuyos mechones escapaban a cualquier intento de peinado, nariz ligeramente torcida, ojos grandes, vestido con vaqueros, zapatillas deportivas y un jersey, y su pareja, moza sudamericana de unos treinta, espléndida sonrisa, sencilla y agradable, vestida con unos vaqueros, camisa de florecillas y cazadora vaquera. Se revelaron como personas hogareñas, admirando desde los muebles hasta las vistas; contemplando cada habitación, encontrando detalles que les gustaban especialmente, ya fueran los cabeceros labrados de madera y las gruesas alfombras de los dormitorios, los cortinajes del salón y las lámparas, los recios muebles a juego y los espejos. Eduardo comprobó, pidiendo permiso, si sonaban las cañerías al abrir los grifos, preguntó por el funcionamiento del calentador de gas, y el sistema de calefacción, observó el suelo, a la altura de los rodapiés, buscando manchas de humedad, comprobó como ajustaban las ventanas de madera en sus marcos, y ante una llave de luz desajustada, comentó: Esto es fácil de reparar, lo hago yo, con su permiso, naturalmente.

El clásico estilo del piso les encantó, lo encontraron señorial. Y lo es, aunque ya trasnochado. La altura de los techos con sus anchas molduras de motivos vegetales, la pesada puerta de entrada con la gran mirilla, la cocina con encimera de mármol y sus blancos azulejos cuadrados, el suelo del pasillo de rombos negros y grises y los apliques de cristal, el cuarto de baño con la cisterna de la taza del váter suspendida sobre éste, y la gran bañera, todo les encantaba. El precio les parecía fabuloso, aunque dejaron traslucir que era lo máximo que podían pagar. Eduardo es técnico de mantenimiento de una solvente empresa de cierres metálicos, y se comprometía a poner gratis la mano de otra en todas las pequeñas reparaciones domésticas. Yo les dejaba hablar, pues en mi mente aún repiqueteaba la imagen de Cristina.

Con el hábito de una educación que no deja traslucir los pensamientos, y siguiendo el protocolo que tengo por costumbre, les conduje a la zona de estar del salón, y allí, sentados en las clásicas butacas tapizadas, les induje a comentar su forma de vida.

Creo que fue el verme en un ambiente tan clásico, lo que les impulsó a explicarme que estaban casados por la iglesia católica allá en Guatemala, donde Eduardo había acudido como cooperante de una ONG. Sin embargo, los trámites legales les impedían aún estar reconocidos como matrimonio aquí en España, por lo que Liliana había llegado como turista, estando en la actualidad en el ámbito legal de “sin papeles”, a la espera de que la burocracia acabara de darle un lugar en nuestro país. Mientras, aprovechaba para ampliar sus estudios de diseñadora gráfica con un master de tres años en una afamada academia privada. Pagar las mensualidades de los estudios les suponía destinar una importante cantidad de la paga que cobraba Eduardo, y por eso buscaban un alquiler módico.

Abiertamente comentaron que este piso era un palacio para ellos, mucho más de lo que esperaban encontrar por ese precio, trescientos cincuenta euros. Mi gesto facial les impidió seguir hablando. Incómodo, les dije que se habían confundido, pues el arrendamiento era por seiscientos cincuenta euros, gastos incluidos. Liliana sacó del bolsillo interior de su cazadora un recorte del periódico con varios anuncios marcados. Me lo enseñó. Efectivamente, ponía trescientos cincuenta euros. Sin duda era un error, traté de explicarles, aunque Liliana me miraba suspicaz y herida. Confundidos, permanecimos en unos instantes en silencio, hasta que recordé llevar en la cartera el resguardo amarillo del anuncio. Lo comprobé y se lo enseñe: “Seiscientos cincuenta euros”. Estaba claro que era culpa de “los duendes de imprenta”.

Nos sentimos demolidos, cada uno a su manera: el importe real era una cantidad desmedida para ellos; por mi parte, minutos antes dudaba a quien alquilar el piso, pues ambas partes parecían muy válidas, e instantes después veía como mi nube se evaporaba. Cariacontecidos, les despedí en la puerta.

Tampoco había tenido más llamadas, y sabía que no era fácil de alquilar, al menos para una persona como yo, que gusta de considerar a la casa y al inquilino como un binomio, la persona debe sentirse a gusto en la casa, y ésta no verse perjudicada por ello, coexistiendo en perfecta simbiosis.

Como sitio de reflexión, entré en una tranquila cafetería. Sentado frente al ventanal, ante un café con leche, veía el ritmo vertiginoso de las gentes, que hacía símil con el ir y venir de mis ideas. Deliberaba. Nunca he sido hombre de rápidas decisiones, y para mí, lo que ahora barruntaba era algo transcendente.

A la una llamé a Cristina, citándola en el piso una hora más tarde. Llamé también al móvil de Eduardo, citándole también para la misma hora.

Acudió primero la pareja, a la que hice esperar en el salón mientras yo acudía a la cocina. Al llegar Cristina les presenté, y les dejé en un silencio tenso mientras acababa de preparar una infusión. Una vez juntos, les hice mi propuesta: Si Cristina apenas paraba en casa, y los fines de semana estaba fuera, si Liliana era una amante del hogar, cuidándolo al detalle y Eduardo se vinculaba con el mantenimiento, dado que ambas partes estaban por ahorrar y estábamos en época de crisis, con lo que el futuro es más complejo de plantear, ¿No les interesaría compartir gastos y convivir en este piso de cuatro habitaciones?

Les sugerí que lo pensaran, y que a las diez de la noche me llamaran, dándome su respuesta.

Son las nueve y diez de la tarde, y en la mesa camilla de mi casa, con el flexo proyectando su luz sobre estos folios, entretengo el tiempo escribiendo lo sucedido, a la espera de que el teléfono suene. En la pared, suspendida en un tallado marco, la foto de mi tía mantiene una mirada reprobadora, ante la que emito un pensamiento: ¡Ay, tita Amparo, si supieras como ha cambiado todo!

F I N

  Zaragoza, a 30 de diciembre de 2010

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