MARÍA DEL CARMEN SALGADO ROMERA

El abrazo

Llevaba tres días lloviendo sin parar. Desde que dejó el poblado había trotado sin detenerse, salvo lo justo para no desfallecer.
Los campesinos estaban alertados. Sabía que por los caminos no podía aventurarse, pues sería descubierto sin demora. Solo los bosques de robles y hayas eran seguros. Las cuevas se habían convertido en improvisado refugio donde comer las bayas y las frutas que iba recogiendo a su paso.
La meta al otro lado de la ría, apenas a unas veinte leguas, se le antojaba lejana bajo la temible tormenta. Allí, en ese paraje deshabitado, podría descansar.
Sus pensamientos eran erráticos. La larga soledad, arrastrada desde hacía siglos, le había convertido en un ser extraño. Aún recordaba cuando vivía en compañía de los suyos. Nunca habían sido muchos en cada comunidad, pero estaban extendidos por toda la tierra.

Después de unos siglos de prosperidad, el decreto dictado por el miedo y la incomprensión de algunos hombres, celosos del poder de su raza, les convirtió en proscritos. Les masacraron sin piedad, inconscientes de que su sabiduría, de que todos los conocimiento que habían acumulado, siempre habían estado al servicio de los humanos.
Se detuvo vencido por el cansancio. Su mente le impelía a continuar, a escapar de esa pesadilla, a buscar un lugar donde poder pasar el resto de sus días con tranquilidad. Su cuerpo, dolorido por el esfuerzo, se negaba a continuar. La mente se impuso al cuerpo. Tiempo tendría de detenerse cuando cruzara el lindero de agua que le separaría para siempre de sus perseguidores.
Mientras trotaba, las nubes seguían descargando su cólera. Recordó la historia del diluvio que le habían contado cuando era joven. De cómo se salvaron gracias a las profecías de sus hermanos videntes. No, esta vez no sería igual.
El bosque había quedado atrás. La vegetación escaseaba, el aire había cambiado, ya debería escuchar el bramido del mar. La lluvia intentaba confundirle, pero los signos que él conocía estaban allí: primero la grieta sobre la peña gris, luego el monolito. La ría quedaba ya muy cerca.
Un poco más adelante se abrió ante él. Se adentró con temor por la velocidad y la fuerza del agua. Solo un último esfuerzo le separaba de la paz. Morir en el intento tampoco sería peor que su vida de prófugo.

¿Qué era aquello que se retorcía sobre un tronco retenido por las peñas?

Parecía una mujer con el cabello enredado, luchando por soltarse.
Se acercó sin pensar. Tuvo tiempo de ver sus hermosos ojos azules, envueltos en una mirada de súplica. Después perdió el conocimiento. Logró soltar su melena y la asió entre sus brazos.
La corriente arrastró hacia el mar al último centauro y a la última sirena fundidos en un abrazo.
(Cuento inspirado en “El Centauro” de José Saramago)


Mara (Carmen Salgado Romera)

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