Llevaba tres días lloviendo sin parar. Desde que dejó el poblado había trotado sin detenerse, salvo lo justo para no desfallecer.
Los campesinos estaban alertados. Sabía que por los caminos no podía aventurarse, pues sería descubierto sin demora. Solo los bosques de robles y hayas eran seguros. Las cuevas se habían convertido en improvisado refugio donde comer las bayas y las frutas que iba recogiendo a su paso.
La meta al otro lado de la ría, apenas a unas veinte leguas, se le antojaba lejana bajo la temible tormenta. Allí, en ese paraje deshabitado, podría descansar.
Sus pensamientos eran erráticos. La larga soledad, arrastrada desde hacía siglos, le había convertido en un ser extraño. Aún recordaba cuando vivía en compañía de los suyos. Nunca habían sido muchos en cada comunidad, pero estaban extendidos por toda la tierra.