ALEJANDRO ALONSO CABRERA

Madre

La mañana levanto airón, era normal en aquella época del año, pero día sí y día también llegaba a cansar. Había quien decía que aquello era bueno, que la naturaleza era sabia y que para algo servía. ¿Para qué? Me preguntaba yo, ¿para qué? Era más molesto que otra cosa y, desde luego, yo no le veía utilidad alguna, si acaso para molinos de vientos que no había en el lugar. No tengo recuerdo de otro tiempo igual, y eso que con aquella edad los recuerdos estaban bien frescos; ahora me cuesta traerlos, no sé si por el propio olvido o por el cansancio de la edad.
Ver a mi padre moviendo los trastos del camaranchón me dejó perplejo, no era hombre de labores domésticas. Quizá buscaba algo, no sé, tal vez mi madre le mandó, el caso es que buscaba y estuvo un buen rato revolviendo, moviendo las cosas de acá para allá, bajaba y salía de la casa, miraba desde el exterior y volvía a entrar, subía de nuevo y continuaba la búsqueda. A mí me tenía en ascuas, jamás le había visto así, no estaba exaltado ni cabreado, tampoco tenía cara de preocupación ni desespero. Era, mi padre, más bien un hombre tranquilo, incluso fue capaz de mantener la calma cuando la cuadra fue pasto de las llamas. Consiguió sacar al ganado y recuperar casi todos los aperos, apagar el fuego fue otra cosa, pero supo organizar a los vecinos para que aquello no se extendiera. En una de esas bajadas y salidas de casa, en vez de mirar la casa posó su mirada sobre mí. Me sentí un tanto temeroso. Avanzó con paso firme hasta donde yo estaba. Realmente yo no había hecho nada, había estado toda la mañana fuera de la casa, le había dado de comer a las pitas y los gochos y había limpiado un poco, después me senté bajo un exiliado árbol que debía pertenecer a la nebreda de tras el monte. Cuando mi padre estuvo frente a mí me preguntó
- ¿Has estado por el camaranchón?
Aquel lugar me daba miedo, sobre todo en los días de viento en que el colaire bufaba de tal manera que parecían mil voces de súplica. En el invierno y por la noche aquel lugar se quejaba y lloraba, a mí aquellos lamentos me acongojaban, erizaban mi piel y atenazaban mis músculos, me dejaban paralizado. Yo no subía allí a no ser que me obligaran mis padres, cosa que en muy contadas ocasiones ocurría.
- ¿Qué busca allí arriba, padre? Sepa que no me gusta ese lugar.
Le pregunté y traté de hacerle entender que no había estado allí. Mi padre se sentó a mi lado, me puso la mano sobre la cabeza y me revolvió el pelo. Me sentí tranquilo, ahora estaba seguro de que yo no tenía culpa de nada.
-Verás, hijo -me dijo-, ¿te acuerdas del abuelo?
El abuelo era aquel señor que estaba sentado todo el día al lado del fogón, daba igual que fuera invierno que verano, siempre estaba allí. Mi abuelo no podía andar, no hablaba con la boca y movía mucho los brazos y las manos. Siempre me gustaron sus ojos, eran tan expresivos que ni falta hacía que hablara.
- Claro que me acuerdo del abuelo, hace ya...
Mi padre me interrumpió, no quiso que acabara la frase.
- Tu abuelo fue almotacenero durante mucho tiempo...
Almotacenero. Aquella palabra sonaba como “alcotán”, algo como lo que era el tío Eusebio, cetrero, pero lo cierto es que nada tenía que ver con ello.
- Recuerdo –prosiguió- que tenía, y debería de estar en el camaranchón, el catetómetro.
Nunca oí palabra igual, la risa floja se me desató, y también mi padre sonrió, pero no quise quedarme con la duda y además podría ayudar a mi padre a buscarlo. ¿Cómo era? ¿De qué color? ¿Qué tamaño tenía? ¿Para qué sirve? Y, sobre todo, ¿para qué lo buscaba? A cierta edad se tienen muchas preguntas y pocas respuestas. ¡Niño, no molestes! Pero aquella ocasión era distinta, obtuve respuestas a todo; mi padre me explicó con gran número de detalles, según el recuerdo que tenía él, el catetómetro, el por qué lo buscaba y para qué lo quería.
- Puedo ayudarle, padre.
- Puedes, pero creo que no está, quiero recordar que tu abuelo se lo dejó a alguien, pero no recuerdo a quién.
- Entonces poco podemos hacer.
- Poco, pero nunca se da por perdida una guerra, puede que una batalla sí, pero una guerra puede tener muchas batallas.
A veces mi padre me liaba mucho, mezclaba las cosas y no le entendía.
- ¿Qué quiere decir, padre?
- Que aunque no tengamos alguna cosa, como ahora el catetómetro, siempre podemos recurrir a otros medios o métodos. El catetómetro nos habría ayudado mucho, nos habría simplificado el trabajo, pero no lo tenemos, y eso no significa que no tengamos o podamos hacerlo.
Cuando mi padre se explica y se le entiende, todo parece más fácil. Pero, ¿qué usaríamos ahora?
- Verá, padre, sin el catetómetro no se puede hacer, nadie puede subir hasta allí arriba.
- Quizá tengas parte de razón, no podemos encaramarnos allí arriba, pero sí
podemos saber su altura.
- ¿Pero cómo?
- ¿Qué te he dicho siempre de la escuela? Que no perjudica, que todo conocimiento es aplicable y enriquecedor. En este caso la geometría nos puede ayudar y mucho.
- ¡Padre! Que estoy de vacaciones...
Odio las matemáticas, siempre me acabo liando.
- Pero esto será divertido, ya verás cómo lo pasamos bien, y encima aprenderás algo nuevo. Acompáñame.
Fuimos hasta el establo y rebuscó por allí hasta que encontró un madero redondo de, por lo menos, unos tres o cuatro metros de largo y que parecía una pértiga. Cogimos también un pico y me mandó a por el metro de medir de mi madre.
- ¿Qué haremos con todo esto?
- Pon mucha atención, ahora tenemos que cavar un pequeño hoyo para insertar esta barra de madera.
- ¿Dónde lo hago?
- Mientras esté al sol donde quieras.
- ¿Aquí te parece bien?
- Perfecto, hazlo más profundo que ancho, pero no te preocupes si no te sale bien.
Mi padre sabía dar confianza, y eso era bueno porque yo ya no pensaba ni en las matemáticas ni en el esfuerzo que tenía que hacer. Mientras yo cavaba, mi padre midió el vástago y le hizo una marca. Por fin acabé el hoyo. Mi padre metió el vástago hasta la marca y tapamos bien para que quedara rígido y enderezado. La cabeza no dejaba de darme vueltas, las ideas me rondaban pero no tenía claro cómo podíamos tomar ahora la medida, no veía sentido. Mi padre no dejaba de mirarme por el rabillo del ojo, le vi, incluso, esbozar alguna sonrisa pícara.
- Te tengo desconcertado, ¿verdad?
- No lo entiendo, padre, ¿cómo vamos a medir el eucalipto?
- Con matemáticas, hijo, con matemáticas, pero tendremos la ayuda de este palo y del sol.
- ¿Me lo quiere explicar, padre, porque no lo veo?
- Escucha, te voy a contar una pequeña historia. En el antiguo Egipto, el faraón Amasis deseaba saber la altura de sus pirámides, pero no sabía como medirlas. Amasis era gran amigo de los griegos, tanto fue así que hasta se esposó con una de ellas. Tenía un amigo, Thales, que era griego. Supongo que lo habrás dado en la escuela…
No esperó respuesta, simplemente me miró y continuó con el relato.
- Pues Thales, entre otras muchas cosas, también era matemático, y le dijo al faraón cómo podía saber la altura de las pirámides sin tener que medirlas. Y es lo mismo que vamos a hacer nosotros, vamos a utilizar el método de Thales para saber la altura del eucalipto.
- Pero aún no me ha dicho cómo lo haremos.
- Déjame terminar, te sorprenderás de lo inteligente que era ese Thales. Pues bien, según Thales, sólo tenemos que medir, a la misma hora, la sombra de un objeto del que conozcamos su altura, que en nuestro caso es este palo, y medir la sombra del objeto del que queremos saber su altura, que será la del eucalipto. De esta forma, aplicando las matemáticas podremos saber la altura, ya que tanto las sombras como las alturas del palo y del árbol están en cierta proporción. No sé si me has entendido.
Me fastidiaba tener que decirle que no, que me había perdido en su explicación, pero le vi tan entusiasmado que no pude decirle la verdad. Di un salto y le dije: “Pongámonos a ello”. Creo que mi padre se dio cuenta, porque soltó una sonora carcajada. Tomamos las medidas y pasamos a la casa. Sentados en la mesa, en la cocina, mi padre sacó de una cajita un lápiz, y tomó una de las hojas de un viejo cuaderno.
- Verás, ahora estamos en la parte más sencilla del proceso.
- Pues si la de antes era difícil, y está fácil, es pan comido –le dije firmemente a mi padre, aunque para mí esta era la parte complicada-.
- Antes de nada, voy a dibujarte lo que hemos hecho fuera, para que lo entiendas mejor.
Garabateo en el papel y durante un rato me explicó, esto es el árbol, este es nuestro palo y estas son las sombras, si conocemos estas medidas, esta, que no sabemos, la podemos deducir haciendo un pequeño calculo, ya que existe una proporción entre las sobras y las alturas, que será de...
- ¡Que curioso, hijo! Tenemos un número sesquiáltero.
Miré extrañado a mi padre, ya estaba hablando otra vez raro, parecía una mala costumbre hablar así cuando estaba yo presente. No quise preguntar qué era aquello de “esquilátero”. Podía haber imaginado muchas cosas de aquella palabra, pero había hablado de números, y los números no se pueden esquilar, a no ser que sea otra cosa, y ciertamente, era otra cosa.
- ¡Nuestro árbol mide tanto como nuestro palo y una mitad más! ¿Te das cuenta de lo curiosa que es la naturaleza? ¿De cómo nuestros actos no son libres en sí, sino que siempre se identifican a un fin?
- Padre, ¿cuánto mide el árbol?
- Seis metros y dieciocho centímetros, y nuestro vástago cuatro metros y doce centímetros, por lo que cuatro metros y doce centímetros más su mitad que es dos metros y seis centímetros nos da la altura de nuestro eucalipto, ¡seis metros y dieciocho centímetros! ¡Eureka! Eso habría dicho Arquímedes, ¡Eureka! ¡Sesquiáltero!
- Entonces, ¿se puede talar el eucalipto para hacer la viga?
- Desde luego que sí hijo, desde luego.
En ese momento de felicidad compartida por el gran descubrimiento del sesquiáltero y de la altura del eucalipto, de Thales, los griegos y de la viga, mi madre entró en la casa. Había estado visitando a la vecina que estaba aquejada de dolores de espalda.
- ¡Pero qué es esta algarabía!
- Verá, madre: padre y yo hemos estado...
- Espera, antes de que se me olvide –mirando a mi padre-, tienes que asentar mejor el palo de ahí fuera y hacerlo más corto, porque en cuanto me pongas el tendal del palo al eucalipto y cuelgue algo de ropa se caerá.
En ese momento todos nuestros esfuerzos, descubrimientos y felicidades se fueron al carajo, mi madre, por fin, tenía tendal.


Por Jany - Protegido por (P) Paridaright – 27/08/2010.

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