MATILDE RAMÍREZ ARANDA

RECUERDOS FAMILIARES

La pequeña Juana vivía en un diminuto pueblo, en la provincia de Teruel. Uno de esos pueblos donde nunca pasa nada, y donde casi no vive nadie. Era una de las pocas niñas que correteaban por las calles, jugueteando con el repiqueteo del eco de sus pasos; pero, acostumbrada a estar sola, no desfallecía jamás en su afán por divertirse y aprender cosas nuevas, futuros soportes de sus fantasías.

Para pasar el tiempo, su madre le había permitido, tras su reciente noveno cumpleaños, escarbar en el polvoriento caramanchón de la vieja casa familiar. Allí, junto a viejos trillos y arados, martillos, hachas, y herramientas de todo tipo, incluso un catetómetro había, encontró su pequeño tesoro. Un libro enorme, de aspecto ancestral, encuadernado en cuero ennegrecido por el uso y el tiempo, que sabe Dios de quién sería, ya que ni su abuelo Paco, que era el depositario de los recuerdos e historias de familia, tenía claro a quién había pertenecido.

En las tardes de primavera, Juana gustaba de acompañar a su madre a preparar el tendal. Allí, detrás de la casa, al colaire, secaba antes la ropa. Y mientras su madre tendía, ella, tumbada en la hierba, que crecía abundante junto a la vereda que conducía a la nebreda, escudriñaba con afán su hallazgo.

No terminaba de entender con claridad algunas cosas, y la proximidad de su madre le daba la oportunidad de preguntar: “Mamá, ¿qué significa sesquiáltero?, mamá ¿qué es rito? ó ¿por qué el tío Julián no tiene pegasos en las cuadras?”

Naturalmente, su madre no siempre tenía respuestas, pero no le impedía a Juana hacerse sus propias conjeturas. Un libro escrito en un Castellano casi en desuso, y que trataba sobre las distintas religiones y mitologías, de forma que escandalizaría a todos los habitantes del pueblo en su día. ¡No era extraño que estuviera escondido y que nadie recordase a quién había pertenecido!
Muchos adultos se habrían aburrido antes de empezar, pero la curiosidad de una mente despierta y ociosa es inconmensurable. Arrastraba su fuente de nuevas ideas a todas partes y de vez en cuando se quedaba mirando absorta al infinito, ya con una sonrisa, ya con el ceño fruncido, según lo que la mezcla de información e imaginación orquestase en su mente.

Como allí no había iglesia, sólo había un modo de que transitara por sus calles un sacerdote: que un enfermo pidiera la extremaunción. Y así fue como, pasado algún tiempo, Juana tuvo con quién comentar su hallazgo.
El Padre Ángel fue alternando estados de ánimo, recorriéndolos todos. Alegría y orgullo al saber que la niña leía insaciablemente, y además sobre religión; cierta contrariedad cuando fue informado de que leía sobre distintas religiones, pero cuando por fin tuvo en la mano el libro necesitó hacer acopio y uso de toda su templanza para no estallar. Le requisó a Juana su tesoro por unos días, tanto para que no lo tuviera en sus manos, como para poder analizarlo más a fondo. Era precioso. Y como durante siglos fueron siervos de la Iglesia Católica en España los depositarios de la Cultura; quines escribían códices, ilustraban manuscritos y custodiaban bibliotecas, le pudo más el afán de conocimiento, el estudio de aquel ejemplar, que el arrebato que le produjo su contenido.
Procedía de una imprenta, desde luego, pero tenía cientos de años. Era posible, la imprenta se inventó en 1450, pero en Alemania. Tendría que pedir opinión, él no era un experto. Aquel libro, tan irreverente en apariencia, alteró todas sus constantes vitales. ¿Quién se resiste a un enigma de semejantes características?
Juana quiso recuperar su reciente hallazgo y entretenimiento preferido, pero el padre Ángel no estaba por la labor de devolverlo tan pronto. Pidió a la niña reunirse con la madre y el abuelo.

– ¿Es posible que desconozcan el valor que puede llegar a alcanzar este ejemplar? - Les preguntó a bocajarro, con el libro en la mano, el sacerdote.

– No sabía ni que existía - respondió la madre.

– Yo sí - dijo el abuelo -, pero me lo tenían prohibido de pequeño, mi abuelo lo escondió por esos dibujos que tiene por dentro de gente desnuda haciendo guarradas. No lo tiraría porque era de su padre o algo así, pero no podíamos tocarlo.

– Ah esos dibujos, sí son terribles, sin duda representación del infierno. Dicen ser copias de un cuadro original de un tal Jeroen Anthoniszoon van Aken. Condenado en el infierno, sin duda – exclamó airado el cura.

– ¿Entonces puede tener algún valor? – preguntó la madre.

– Sería interesante consultar a algún experto, pero desde luego, dada su antigüedad y estado de conservación, puede ser una auténtica joya – afirmó el padre Ángel con autoridad..

La madre de Juana, viuda hacía algunos años, vivía de forma austera. La sola idea de que aquello le reportara algún ingreso, que permitiera pagar estudios superiores a Juana, inundó su cara con un gesto de alegría y asombro. Autorizó inmediatamente las consultas que fueran necesarias. Juana era lista, muy lista. Merecía aspirar a lo más alto del conocimiento.

Era preciso establecer varias consultas; estaba claro que el ejemplar procedía del pasado, pero sólo un anticuario especializado podría determinar su antigüedad real. Con el permiso de su Diócesis, viajó a Madrid. Jamás habría imaginado el resultado de la primera consulta. Se le antojaba inverosímil. Antiguo, sí, pero ¿tanto? Así que hizo otra, y otra y cuando el cuarto experto consultado coincidió, tuvo que admitirlo. El ejemplar procedía de una imprenta alemana, a pesar de de estar en Castellano, podía datarse hacia la segunda mitad del siglo XVI, aproximadamente 1570. Después de tantos estudios, no había duda. Apenas 100 o 120 años después de ser inventada la imprenta. Cuanto más averiguaba del dichoso libro, más se sorprendía de que estuviera en poder de aquella humilde familia.

Sin su libro, Juana andaba algo aburrida, y dedicaba más tiempo a las personas, requería la atención de su madre y parloteaba sin cesar con su abuelo. Éste le contaba historias de todo tipo. Vividas en primera persona y escuchadas a su vez a su padre, a su abuelo. Es curioso cómo se ha perdido la costumbre de transmitir las historias familiares de padres a hijos. ¡Ya no se escucha a nuestros mayores tanto como antes! Pero ahora Juana tenía tiempo, mucho tiempo, y escuchaba embobada a su abuelo Paco:


- Mi abuelo me contó cómo su padre les trajo a vivir a este pueblo, ¿sabes? Antes de eso vivían en la Corte. – relataba el anciano -. Estaba al servicio de Carlos IV cuando vino aquel “gabacho”, “Pepe Botella”. Era un simple jardinero, pero conoció a dos reyes. Cuando el levantamiento popular no entendieron que hubiera seguido trabajando para un rey francés y temió por su vida. En aquel tiempo, siendo pequeño mi abuelo, se vinieron aquí. Nuestra familia ha vivido aquí desde entonces.

- ¿Así que el padre de tu abuelo fue jardinero real para dos reyes de España? ¡Qué interesante! – exclamó Juana -. Te habrán contado muchas historias – continuó interesada la niña - ¿Te acuerdas de cómo vinieron aquí? ¿Y por qué?

- Pues claro, eso es lo que más veces contaban, según mi abuelo – respondió Paco, satisfecho de haber captado su atención - Cuando los franceses vieron la guerra perdida, aquel humilde jardinero pidió clemencia. Quiso huir hacia Francia con su mujer y su hijo pequeño, y acompañó parte del camino a la caravana de la Corte. Camino de Francia. Los guerrilleros y sus seguidores no distinguieron a nobles de vasallos. A pesar de ser un pobre trabajador, tuvo que luchar por su vida. En las guerras pasa eso, ¿sabes Juana?, al final siempre pierden los pobres, aunque sólo sea por trabajar en el bando que alguien considera equivocado.

- Qué injusticia - dijo Juana -, yo nunca voy a participar en ninguna guerra. ¿Quiénes eran esos Comuneros, abuelo?

El inocente comentario de Juana, lleno de compasión por aquel ancestro familiar, al que ni siquiera el abuelo de su abuelo había conocido bien, conmovió a Paco.

-Los Comuneros luchaban por la Patria, por su País, lo defendían del invasor y arremetían también contra cualquiera que fuese sospechoso de ayudarle.

- ¿Y tuvieron que huir sin nada? - preguntó la niña.

- Casi sin nada - continuó el viejo con su historia -. Se trataba de una familia humilde. No creas que por estar a las órdenes de reyes tenían riquezas. Pero mi abuelo contaba que, en agradecimiento a la lealtad demostrada a sus amos, les habían hecho algunos regalos de valor cuando, al descubrir que su esposa estaba de nuevo embarazada, decidieron quedarse aquí. Supongo que venderían lo que tuvieran para poder sobrevivir. Si les quedó algo, sería que no tenían comprador por estos parajes.

Los días transcurrían así en el pequeño pueblo. Con la paz por la que había sido elegido dos siglos atrás. Entre tanto, los días para el Padre Ángel estaban cada vez más llenos de agitación. La existencia del libro había sido comentada por los anticuarios y corría como la pólvora por las tertulias de expertos. Esa mañana no había tenido que salir a la calle para encontrarse con el enigma que le tenía absorto. El rumor había llegado a la cuna del conocimiento. Recibió una llamada impaciente. Le requerían de la Escurialense. Real Biblioteca de San Lorenzo del Escorial. Habían oído hablar del libro. Creían que podría haber pertenecido a esa biblioteca, fundada por Felipe II, impulsor de la Cultura y las artes. Él trajo a España los cuadros de Jeroen Anthoniszoon van Aken. Heredado de su padre Carlos V el Imperio, al que pertenecían tanto Holanda como Alemania, reunió parte de la cultura europea de entonces, y la puso a salvo. La descripción del libro que circulaba, decía que tenia dibujos reproducción de los cuadros de este pintor, más tarde conocido como "El Bosco" y que gracias a él ahora están el Museo del Prado.

Después de reunirse con ellos, supo que debido a un incendio y a las guerras, estos tesoros habían sido varias veces trasladados, y que de los inventarios iniciales de los siglos XVI y XVII a los realizados en 1814, tras la guerra de independencia, habían faltado mas de 1600 libros impresos, además de algunos códices manuscritos, y que con toda seguridad este ejemplar pertenecía a la colección encargada por Felipe II. Le informaron de que, tras certificar su autenticidad, la Real Biblioteca haría una justa oferta a sus propietarios con tal de recuperarlo.

La madre de Juana no acertaba a controlar su estupor. Todos estos años tan duros, llenos de dificultades económicas para sacar a su familia adelante, y ahora le hacían una oferta cuya magnitud no alcanzaba a valorar, por algo que, de no ser por Juana, continuaría en el caramanchón de la vieja casa familiar, sin que nadie le prestase atención, y sin que, ni los anticuarios, ni los historiadores, pudieran determinar cómo había ido a parar allí.



Matilde Ramírez Aranda (Septiembre de 2010)

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