MARÍA DEL CARMEN SALGADO ROMERA

LA FOTO

Septiembre se adueño de mí, y yo me adueñé de su piso.
Casi sin pensar.
Una transacción rápida, necesitaba el dinero.
Deudas de juego, supuse.
Y se marchó sin llevarse las paredes.

Unas paredes extrañas, salpicadas de fragmentos de El Jardín de las Delicias.
Repartidos por el salón, hombres, mujeres, animales y frutas desnudos.
Sí, todos desnudos. En relieve, pintados de vivos colores.
A tamaño real.

Ana, muchas veces me he preguntado ¿qué pudo ocurrirle a Fran?
¿Dónde colocar el punto de inflexión de su vida?

¿Recuerdas cuando subíamos a jugar al caramanchón en aquellas tardes de otoño, después del colegio, después de atravesar la nebreda?
Vaciábamos en el cesto del desván los bolsillos llenos de arcéstidas para las infusiones de la abuela y poníamos a las muñecas la ropa que les hacíamos con trozos de sacos y retales de algodón.

Tú querías ser modista, yo quería ser maestra.
¿Recuerdas?
Fue una de esas tardes cuando le conocimos.
El nuevo, el señorito, el de afuera.
El marica que dibujaba pájaros, en vez de dispararles con la escopeta de perdigones.

Pero tú y yo supimos años después que no era marica.
Lo supimos por separado.
Cada una guardó su secreto hasta que se fue.
Nos lo contamos sentadas en el suelo del caramanchón.
Tú a un lado y yo al otro del tendal, la ropa meciéndose en el colaire que formaban las rajas de la madera.
Ambas temblando a los lados de nuestro improvisado confesionario.
Primero de pena, por su marcha.
Luego de emoción, al recordar cada una sus vivencias.
Después de rabia, al saber que había jugado con nosotras.
Y así supimos que los tres no éramos tres, sino uno y medio por dos.
Dos sesquiálteros.

Se fue a Madrid. Le seguimos la pista.
A París. Supimos poco de sus andanzas.
A Nueva York. Noticias, reportajes, entrevistas, portadas…

Él en la cumbre. Tú en la tienda de modas. Por la noche diseñabas.
Él en lo alto. Yo dando clases en el instituto. Por la noche escribía.
Hubiera hecho falta un gigantesco catetómetro para medir la distancia que nos separaba en vertical.

Te casaste. Creí que le habías olvidado.
Me casé. Yo tampoco me acordé, ni siquiera después de mi divorcio.
Ya no había entrevistas, ni portadas, ni reportajes.
Hasta aquella exposición de provincias.
¡Qué nudo en el estómago cuando le vimos!

Nos lo confesamos a la vuelta en el tren.
¿Recuerdas?
Pusimos la cortinilla de pliegues entre ambas, como aquella vez en el desván.
Y, sí, pese a los años, a las arrugas, a la calvicie, era él.
El mismo hombre de dedos largos y nudosos que acariciaban lienzos de tela y piel. Que dejaba en ellos la impronta de sus deseos pintada al óleo o al recuerdo.
El que con una mirada era capaz de despertar la pasión.

Se fue otra vez.
Y tú. Tus diseños se vendían. Una tienda era poco. Franquicias. Fuiste colonizando poco a poco media Europa.
Es curioso cómo él acabó volviendo, cuando tú alcanzabas el cenit.

Yo seguía en mi instituto.
Allí fue una tarde de mayo a buscarme para hablar.

Y mientras él hablaba, yo deseaba sus labios. No le escuchaba.
Sé que me dijo que necesitaba dinero. Que vendía un apartamento frente al mar. Que me vendría bien cambiar de aires.
Le dije que sí.

Es mi primera Navidad aquí, Ana, rodeada del silencio y de la gente desnuda que reviste estas paredes.
Ayer encontré una foto vuestra. Besándoos.
No sé si la dejó a posta.
Llevas el traje que estrenaste en mi cumpleaños, justo dos años antes de la exposición a la que fuimos juntas.
Creo que ya puedo colocar el punto de inflexión de su vida.

¿Cómo has podido tenerme tan engañada?


Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)


Septiembre de 2010

No hay comentarios: