Mª EVELIA SAN JUAN AGUADO

EL CUARTÓN

Todos los miembros de la familia lo llaman “el cuartón” –por su tamaño- y tienen relación con él. Es un camaranchón, sesquiáltero como toda la casa, un mundo singular, desligado en parte del resto y dotado de vida propia. El suelo es de tabla sin barnizar y las paredes enfoscadas de cemento. Atraviesan el techo unas robustas vigas de madera muy oscura, a gran altura. Recibe el sol de la mañana a través de una ventana baja que se abre al tejado del taller.

Allí conviven en armonía miles de objetos dispares que alguna vez acompañaron a los dueños en su diario afán y luego quedaron a la espera de una nueva oportunidad. Destaca desde la entrada la cama azul de barrotes de madera, construída hace más de sesenta años por el señor Nebreda, experto en la materia, destinada ahora a conservar los colchones de lana que hace más de veinte años fueron sustituídos por otros de espuma o de muelles. A la señora Nebreda le daba pena desprenderse de ellos, después de tantos años de abrirlos todos los veranos, extenderlos al sol, varear los vellones, remendar la tela o poner una nueva, coserlos y ponerles las cintas anudadas en lazada. Toda la vida “escomulléndolos” a diario al hacer las camas, le parecía imposible que pudieran ser mejores los modernos y por eso se había resistido a cambiarlos. Hacía mucho tiempo que esta cama ya no era usada por los chiquillos cuando llegaban las fiestas del pueblo. Los invitados comían y cenaban, pero ya no se quedaban a dormir como en otro tiempo.

A la derecha, la gran estantería artesanal del suelo al techo es en todo semejante a las de los viejos comercios de pueblo: en ella podría encontrarse cualquier cosa. En la parte superior, cuidadosamente colocados boca abajo, dos barreños y algunas cazuelas de Pereruela, enormes, renegridas en la base y algo deslucido el brillo en su interior, pruebas fehacientes de su frecuente uso pretérito. A su lado, dos maletas de madera, hechas a mano con esmero y pintadas en un tono marrón muy oscuro, esperan pacientes un nuevo destino como mesa auxiliar en un apartamento de diseño. Más abajo, otras maletas muy envejecidas conservan libros de texto de más de cincuenta años y ropas ajadas que nadie ha tenido el valor de tirar. A media altura, colgado de un gancho de la pared, el depósito para las irrigaciones, ya sin goma, con su inmaculada porcelana, a punto para un primer uso. En el estante siguiente, en abigarrado desorden, una colección de tarros de cristal, vacíos los pequeños y ocupados con legumbres de varios años los grandes. Hay también botellas de vidrio vacías, un par de latas de pimentón que en tiempos conservaban los dulces caseros que la dueña y su hija hacían para la fiesta y por Navidad. El óxido las ha invadido, tantos años hibernando. Las conservas caseras se hacen puntualmente cada verano y ocupan una gran cantidad de tarros que conviene ir almacenando a lo largo del año. En la parte de abajo descansan unas grandes potas de porcelana roja y un enorme jarrón de cerámica cansado de servir como paragüero en la entrada de la casa. En el fondo de un anciano baúl de cerdas de jabalí, cuidadosamente protegido por su caja original, un catetómetro que el señor Nebreda conservaba orgulloso, adquirido durante su estancia en la gran ciudad. Le resultó muy útil cuando construyó los armarios y enseres para la casa y nunca quiso juntarlo con la abundante herramienta que poblaba su taller.
En el sofá cama de la izquierda descansan bolsas y bolsas repletas de ropas usadas que a los chicos les fueron quedando pequeñas y más tarde anticuadas. A veces, rescatan alguna para trabajos ocasionales de reparaciones en algún coche o de corte y almacenado de leña.
Los ganchos de las vigas del techo han ido teniendo diversas funciones: desde sujetar las cestas que contenían dulces caseros, pasando por sostener varales que en otoño se llenaban de racimos de uvas para conservarlas hasta la Navidad, guindillas y pimientos enristrados; hasta las actuales perchas con antiguas cazadoras y chubasqueros a salvo del polvo cubiertos con un anciano tendal de lino casero tejido por la señora Nebreda. Cuando el frío o el temporal arrecian, es un alivio contar con alguno de ellos para salir del paso. Una lámpara de hojalatero duerme su jubilación en uno de los ganchos del fondo.
Y a la derecha, en el suelo, al colaire de la ventana, que tiene un cristal roto, las manzanas de la huerta amarillean o se pudren, perfuman el ambiente, completan el cuadro.

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